martes, 4 de diciembre de 2012

Una estrella fugaz

Acabábamos de llegar a la suite del hotel, casi de madrugada, y aunque estuviéramos muertos de sueño, decidimos salir un rato a la terraza para ver las estrellas antes de acostarnos. Casi sin darnos cuenta, como una estrella fugaz, vimos caer un avión en medio del mar, muy cerca de la costa. De hecho, al impactar con el agua, vimos perfectamente la explosión y como gran parte de la cola sobresalía sobre la superficie, sin llegar a hundirse. Comenzó a amanecer y el cielo cambió de color en seguida, como si el tiempo se hubiera acelerado por arte de magia. Decidimos acercarnos a la playa por si podíamos ser de alguna ayuda. Fuimos los primeros en llegar a la playa  y me atrevería a decir que también fuimos los únicos en ver el accidente. De pronto y bajo nuestro más absoluto asombro, empezaron a emerger personas que parecían salir de lo que quedaba de avión, vivas, o al menos en movimiento. A medida que iban acercándose a la orilla, pudimos observar que todos ellos tenían una especie de alas blancas en la espalda, como si de un desfile de ángeles se tratase, nadaban y saltaban sobre el agua muy gracilmente. Cuando se acercaron a la orilla, la gente que se había percatado del suceso, ya formaba un gran tumulto y todos estaban tan atónitos como nosotros. Yo, que me mantuve en primera fila, fui el primero en entrar en contacto con esa gente, con aquellos seres: me tendieron la mano, como si quisieran que les acompañase en su baño, en su danza. Ninguno de ellos llegó a salir del agua. Miré por un instante hacia atrás, a todos los que no teníamos alas, y decidí dar un paso al frente, tomar la mano de uno de ellos y acompañarles. En cuanto mi pie desnudo tocó el agua, sentí que había tomado la decisión equivocada. La playa era mucho más profunda de lo que en principio parecía. Al dar el primer paso, ya no era capaz de hacer pie, y los seres alados, que sobre la superficie parecían gráciles y ligeros, bajo ella se tornaban sombríos y pesados, macabramente hinchados; como si fueran ahogados. Empezaron a rodearme con sus saltos y chapoteos sobre el agua, impidiendo que me mantuviese a flote por lo que, irremediablemente, comencé a hundirme. Bajo el agua, la escena era aún más horrible de lo que había podido entrever: al abrir los ojos descubrí que todos esos ángeles no eran otra cosa que decenas de muertos que se dirigían hacia el fondo, como si cada uno pesase una tonelada. Yo intenté zafarme de su trayectoría y nadar hacia la superficie, pero había demasiados y cada vez me hundía más. Los empujaba, me agarraba a ellos y los dejaba atrás, todo con tal de volver a respirar. Luché y luché hasta el punto en que sentía que me iba a desmayar, y cuando ya creía que estaba todo perdido, volví a la superficie dándo la mayor bocanada de aire que había dado en mi vida. Otra vez arriba, ni rastro de los ángeles, sólo el Sol, ya muy alto en el cielo, bañándome la cara.

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